El padre del coronel Aureliano Buendía lo llevó a conocer el hielo; y, luego de muchos años, frente al pelotón de fusilamiento, recordó aquella tarde remota.
A la orilla de un río de aguas diáfanas que se precipitaba por un lecho de enormes piedras como huevos prehistóricos y tan blancas como pulidas, se encontraba Macondo, una aldea de veinte casas de barro y cañabrava.
Era tan reciente el mundo, que para mencionar muchas cosas había que señalarlas con el dedo, pues carecían de nombres.
Así pasaron los días en aquel lugar donde no existían estrellas ni luna, solo el sol brillaba y a las justas llovía.
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